Decimos.

  Un Madrid arcoiris caldea las almas de aquellos que se reunen en el corazón de la capital, orgullosos de recorrer las calles siendo quienes son, viviendo sus vidas, enseñando que esta vez sus besos no son sólo fruto del fervor del verano, sino que son lucha
Que son reivindicación. Que son visibilidad. Y que no dudarán en darse miles de ellos.

   Y mientras el sudor camina por sus torsos y la bebida se agota y la música de los altavoces marca el ritmo de la noche, dos chicos acercan sus rostros. El guardián y el visitante. Pero como todo buen protagonista, ambos han cambiado: el guardián ya no custodia los cielos pues ahora son las estrellas las que cuidan de él, y el visitante dejó de ser un extraño hace tiempo, cuando hasta sus sombras le iluminaron. Y entre carta y carta, abrazo y abrazo, silencio y silencio, cada ocasión brindó algo nuevo: de una tímida narración de anécdotas a un accidentado tour por tierras ajenas, de una película dramática o mil filas de libros o un programa de televisión a largas y entrecortadas declaraciones de intenciones. Y no sé. Quizá valerosos, quizá inocentes, quizá estúpidos; ellos nunca serían los mismos que hace un par de meses.

   De pronto, la canción rompe y el beat penetra en sus oídos. Entonces se miran fijamente. Sus narices se rozan y sus ojos - abiertos - brillan entre sonrisas pícaras y manos traviesas. El juego culmina en la unión de sus labios. Y sí, están rodeados de cientos de hombres y mujeres y chicos y chicas y niños y niñas. Pero por primera vez, el poder les embriaga: el poder expresar su pasión públicamente, el poder bailar alocados entre la gente, el simple hecho de poder ser como aquellos adolescentes que se liaban en la discoteca móvil del pueblo cuando tenían quince años. De poder ser aquellos a los que nadie juzgaba por su sexualidad. 
El simple hecho de poder ser libres.

   
   La oscuridad de la habitación. De nuevo, las miradas mantienen conversaciones de palabras que sus bocas no saben cómo articular. Tras la euforia de los últimos días, los gritos en los conciertos, el tacto del fuego en las esquinas de la ciudad, la intensidad que acompaña el frenesí...todo vuelve a la calma. Una calma pasada por agua. Y por lubricante. Una calma que paradójicamente, es puro nervio. E incertidumbre. E incluso miedo.
   Y entonces enmudecen. Se abstienen y callan. O mejor dicho, callamos. Porque nosotros somos los héroes de esta historia. Y como tal, callamos todas esas inseguridades y daños y emociones del pasado y del presente y del futuro que nuestras cabecitas pensantes contienen, confusas, aún danzando a pesar del cansancio de la fiesta. 
   Y aunque siempre callamos, no siempre lo callamos todo. Queda espacio para susurrarnos cosas bonitas. Para afrontar lo que venga con ilusión. Para aprovechar esa misma libertad que experimentamos frente al escenario, pero en la intimidad de una cama diminuta con nuestros cuerpos pegados. O a la sombra de una despedida inminente detrás de la estación de buses. 
   Y entonces no callamos. Decimos.
  Nos decimos todo y nos decimos nada. Y aunque el guardián hace muchas preguntas y el visitante no siempre atina en cómo encontrar las respuestas; en esta ocasión decimos. Decimos que aunque no sepamos por qué nos gusta el otro, sabemos que nos gusta. Decimos complicidad, bromas, cariño, pullas y demás. Y mira, sí, puede que nos entendamos.

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